COVID-19

Si queremos una vacuna accesible para todo el mundo, las farmacéuticas no pueden tener monopolios

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Adobe Stock. Fuente: SINC

Ninguna de las grandes compañías que están desarrollando vacunas para la covid-19 se ha sumado a las iniciativas mundiales para compartir la propiedad intelectual. Las patentes y las exclusividades no permitirían a otras empresas fabricarlas y hacer frente a uno de los mayores retos: tener la capacidad de producir y distribuir todas las dosis necesarias en todos los países lo antes posible.

Vanessa López | SINC
21/11/2020 - 10:07h.

Estamos asistiendo, casi en tiempo real, a una carrera insólita en nuestro tiempo. Una carrera científica y económica que, en medio de la mayor crisis sanitaria del último siglo, investigadores y laboratorios farmacéuticos están llevando a cabo con una meta clara: disponer de una vacuna para la covid-19. Sin embargo, no solo es indispensable que sea segura y eficaz, sino que el acceso global tiene que estar garantizado.

Hoy en día hay más de 200 vacunas en desarrollo contra la covid-19. De ellas, 48 ya se están probando en humanos, y once se encuentran en la última fase de desarrollo; la fase III de los ensayos clínicos.

Mientras esa meta se advierte cada vez más cercana, la competencia entre las compañías se hace cada vez mayor. Por eso, en los últimos días hemos asistido al baile de cifras preliminares sobre la efectividad de la vacuna de las diferentes grandes compañías farmacéuticas.

Pfizer anunciaba hace poco más de una semana un gran porcentaje de efectividad (90 %) y a las pocas horas los desarrolladores de Sputnik V, la vacuna rusa, subían ligeramente la apuesta: 92 %. Dos días más tarde, Moderna hizo su anuncio: 94,5 %. Escasas 48 horas después, Pfizer, ya sintiéndose a la cola, anunciaba un porcentaje del 95 % e igualaba de nuevo la carrera.

Estos anuncios, sin duda esperanzadores, responden a análisis propios de las compañías, no están recogidos en publicaciones científicas y parecen corresponder a estrategias comerciales que, como hemos visto en los últimos días, generan enormes movimientos especulativos en las bolsas internacionales. Han sido, seguramente, los primeros de muchos anuncios que veremos a lo largo de las próximas semanas.

Esa carrera de las compañías farmacéuticas genera, inevitablemente, una carrera paralela por parte de los países y sus administraciones. Una carrera nacionalista y proteccionista en la que todos se quieren asegurar abastecimiento de las futuras vacunas. Una carrera que se libra a través de acuerdos de compra avanzada entre los países y las compañías y que beneficia, indudablemente, a aquellos con mayor poder adquisitivo.

Los países más ricos ya se han asegurado millones de dosis de estas vacunas si su desarrollo se completa con éxito. Pero ¿qué pasa con los países más empobrecidos y de renta media?

A priori, parece una carrera desequilibrada. Y las cifras así lo demuestran: según Oxfam, las naciones ricas, que representan tan solo el 13 % de la población mundial, ya se han asegurado más de la mitad de las dosis prometidas por las principales compañías farmacéuticas en la carrera por la vacuna. Un caso notorio y que ejemplifica bien esta situación es el de Moderna, que ya ha comprometido toda su producción exclusivamente a países ricos.

También el caso de Pfizer: de los 1.350 millones de dosis que la compañía dice que tiene la capacidad de producir para finales del próximo año, más de mil millones de dosis (el 82 %) ya se han vendido a los gobiernos más ricos, según el análisis de Global Justicie Now.

La propia OMS ha alertado del peligro de esta estrategia y de la dificultad que estos acuerdos van a suponer para que todos los países del mundo tengan acceso a las futuras vacunas. "El nacionalismo de las vacunas solo perpetuará la enfermedad", advirtió hace poco el Dr. Tedros, su director general.

Falta de transparencia

La falta de transparencia no afecta solo a los resultados de los ensayos clínicos. Existe también una alarmante falta de transparencia en estos acuerdos de compra avanzada entre los países y la industria farmacéutica. Por ejemplo: tras el anuncio de Pfizer, la Unión Europea se aseguró la compra de 300 millones de dosis, pero se negó a publicar los detalles de estos contratos. Las cláusulas de confidencialidad se lo impedían.

Lo mismo ha ocurrido con los acuerdos alcanzados con AstraZeneca, Sanofi-GSK, Johnson&Johnson, compañías con las que la UE se ha asegurado, individualmente, al menos, otros 300 millones de dosis.

Los países parecen haber aceptado las reglas del juego impuestas por las grandes compañías farmacéuticas. De no ser así, ¿cómo es posible que los Gobiernos de la UE se hayan comprometido a pagar la factura de las indemnizaciones por posibles efectos adversos de las vacunas que se administren en Europa?

Una vacuna ¿para todas las personas?

Son acontecimientos que resultan inaceptables cuando hay millones y millones de euros de dinero público invertido y que además contrastan con el compromiso de las empresas de desarrollar una vacuna a precio justo y accesible para llegar a todo el mundo. Algunas empresas como AstraZeneca o Johnson&Johnson, incluso, llegaron a asegurar que no se iban a lucrar con la futura vacuna.

Pero volvemos a caer en la misma trampa, y en uno de los mayores problemas que tiene el sistema de I+D biomédica y la política farmacéutica: la falta de transparencia y la confidencialidad —derivados de la protección de la propiedad intelectual sobre los productos— no nos permitirán saber cuánto ha costado el desarrollo de las vacunas y, por lo tanto, será imposible saber si el precio que impondrán las compañías farmacéuticas se ajustará a ese costo.

A día de hoy, ninguna de las grandes compañías que están desarrollando vacunas para la covid-19 se ha sumado a las iniciativas mundiales, como la propuesta por la OMS, para compartir abiertamente la propiedad intelectual. Si queremos una vacuna accesible para todas las personas, las empresas no pueden tener monopolios sobre las vacunas que desarrollen; mucho menos aquellas que han recibido dinero público, que son la inmensa mayoría.

Las patentes y las exclusividades sobre las vacunas no permitirían a otras empresas fabricarlas y hacer frente a uno de los mayores retos de esta pandemia: tener la capacidad de producir y distribuir todas las dosis necesarias en todos los países del mundo lo antes posible.

Lamentablemente, los países ricos tampoco parecen muy comprometidos con la causa. Hace apenas unos días, la UE y las grandes potencias (EE UU, Japón, Canadá, Suiza, Noruega, Brasil y Reino Unido) no apoyaron la propuesta de India y Sudáfrica a la Organización Mundial del Comercio en la que pedían una exención de las normas de propiedad intelectual en las tecnologías para la covid-19. El próximo 20 de noviembre, en una nueva reunión de la OMC, la propuesta volverá a estar sobre la mesa.

La carrera por la vacuna ya es —afortunadamente— imparable. El problema es saber cómo se va a distribuir y qué se va a hacer para asegurar que todas las personas, también aquellas de los países más pobres, la reciben. Y no se trata de caridad: para acabar con la pandemia el mundo necesita una inmunidad global. Necesitamos un acceso universal a vacunas seguras, eficaces y a precio justo que lleguen a todas las personas sin coste alguno para ninguna de ellas. Esa, y no otra, debería ser la única meta de esta carrera.

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